Su hermano, el juez federal Aldo Alurralde se expresó en una carta abierta. «La convivencia en el tiempo de Ana María con su pareja, le depararía sorpresas desagradables que se irían enhebrando con el paso de los días, semanas, meses y años. Ana no comprendió cuando, bajo la excusa de los celos, debió dejar de frecuentar a sus amigas e incluso a su familia», dice parte del texto.

El juez Federal de Reconquista Aldo Alurralde, se refirió a la muerte violenta de Ana, de forma pública.

Vale recordar que la mujer fue hallada asesinada el 19 de octubre del 2019 y su marido fue imputado como autor del hecho. Se trata del mismo hombre que había sido pareja de la profesora de Educación Física María Isabel Romero, desaparecida el 23 de marzo de 1988 y de la cual su cuerpo jamás se halló. Ese caso no resuelto conmocionó a toda la sociedad santafesina.

Contexto histórico.

Marta Isabel Romero, profesora de Educación Física “desapareció” el 23 de marzo de 1988, lo cual hizo que su beba de 6 meses quedara sin su madre. Ana María Alurralde estuvo “desaparecida” según el relato de su pareja entre los días 17 al 19 de octubre de 2019, fecha en que su cuerpo fue encontrado tirado en el fondo de un zanjón ubicado en las inmediaciones de Avenida General Paz y Callejón Las Mandarinas, en jurisdicción de Ángel Gallardo con la cabeza destrozada y su cara rociada con ácido.

El cuerpo de Marta Romero, habiendo transcurrido más de 31 años y la causa pasada por la mano de seis jueces nunca fue encontrado, ni tampoco le fue atribuido el hecho al principal sospechoso que era su marido Santiago Daniel Fernández. Ambas vivían en Santa Fe y su trágico desenlace acaeció en oportunidad en que estaban por separarse de Fernández quien hoy está detenido, imputado solo por el femicidio de Ana María Alurralde; como autor del delito de homicidio calificado por el vínculo y por ser perpetrado por un hombre contra una mujer mediando violencia de género.

 

Carta completa.

Mi hermana, Ana María Alurralde, era una mujer sencilla, alegre, dulce en el trato con agradable timidez. Ella, dos hermanos y yo –cuatro en total– fuimos criados en un típico hogar patriarcal de los años 60, adonde la figura paterna marcaba una presencia rigurosa y con carácter, aunque el amor y el respeto entre los esposos, nuestros padres, era de singular ejemplo para todos. Entonces, fue la época en la que mi padre salía a trabajar para ganar el sustento diario, y nuestra madre a cuidarnos a todos nosotros: cuatro hijos, en lo que era una sociedad con roles estereotipados de entonces».

«En ese modelo de familia y de sociedad, con fuertes valores, fuimos criados todos nosotros. Ana María, formada en aquellos conceptos culturales de época, conoció a su pareja, el hombre que amó y que, aprovechándose de su crianza, no le permitió que siguiera trabajando fuera de su casa, lo cual en principio pasó como una actitud benevolente, aunque en realidad de lo que se trataba era de poder aislarla y someterla económicamente. Cómo sospechar de las intenciones de un hombre que al principio de la relación se mostró como alguien con gustos exquisitos, conversación culta y un ser con una enorme sensibilidad. Un verdadero cordero.

Violencia, no amor.

«La convivencia en el tiempo de Ana María con su pareja, le depararía sorpresas desagradables que se irían enhebrando con el paso de los días, semanas, meses y años. Ana no comprendió cuando, bajo la excusa de los celos, debió dejar de frecuentar a sus amigas e incluso a su familia. Esa situación la toleraba por amor, por no causar problemas en su círculo íntimo y quién sabe por qué otras tantas justificaciones que en su bella alma encontraba. Su contacto con la sociedad era a través de un teléfono con el cual todos los domingos se conectaba por videollamada, vía WhatsAapp con sus familiares directos. Lo hacía por videollamada por la exigencia de su pareja de poder verificar con quién hablaba y ella como no ocultaba nada lo toleraba. Recuerdo en lo personal que siempre terminaba hablando con ella con la presencia de su manipulador detrás. Ana nunca supo pedir ayuda, pero tal vez tampoco pudo con esta situación y no comprendió el peligro que se cernía sobre ella día tras día.

Tampoco supo advertir a tiempo la violencia psicológica y patrimonial de la cual era víctima a pesar de que cada planteo de celos y desprecio de su pareja le causaba un daño emocional y disminuía su autoestima, pero seguramente sentía que lo que pasaba era muy poco al lado de los problemas que pudiera tener el resto de su familia, entonces, no quiso “molestarlos” con los propios junto con un algo de vergüenza de contar la situación por la cual atravesaba.

Ana tenía restricciones económicas y ambulatorias. Hacía años había dejado de viajar en colectivo o tomar un taxi, ya que su pareja, que la acompañaba a todos lados con la excusa del “por tu seguridad y comodidad te llevo y te traigo en mi auto” nunca le había enseñado a manejar. En realidad, él no quería que pudiera movilizarse sola, la agenda de Ana era su agenda. Si quería ir a algún lado dependía exclusivamente de la voluntad de quien la manipulaba. No existía la posibilidad de autodeterminación ni mucho menos la libertad ambulatoria. Ana veía pasar los días junto con su vida desde la celosía de la ventana apenas abierta de su casa.

La «culpa» de Ana.

«Probablemente Ana haya sentido culpa de todo lo que le pasaba, porque eso era lo que le hacía sentir el hombre que la acompañaba quien justificaba sus celos en su retorcido pensamiento machista. Incluso alguna vez alguien le oyó afirmar a ese hombre: “las mujeres son todas putas”. Seguramente en la intimidad de su hogar le haya planteado a Ana “yo soy así porque vos me pones así” y ella se lo hubiera creído bajo la excusa que “él es así de celoso porque me ama demasiado y quiere cuidarme”. Paradójicamente en la violencia de género la victima muchas veces justifica al victimario y esa situación larvada es un crimen potencial en el futuro que solo precisa de una chispa que lo encienda y eso fue lo que ocurrió.

Promediaba el mes de octubre del año pasado y Ana María, evidentemente harta de la situación que toleró por años, decidió buscar en Google un departamento para alquilar. Una verdadera fantasía de liberación personal que llegaba muy tarde a su vida. El 17 de octubre, mi hermana Ana María, tomó la decisión que cambiar radicalmente el curso de su vida. Le dijo a su pareja que decidió irse de esa vivienda de barrio Schneider y que se alquilaría un departamento pensando tal vez en acudir a la ayuda económica de su familia. Fueron frases lineales y cristalinas, sin dobleces o mentiras pero que marcaron el comienzo del final ya que en los planes de un manipulador el peor escenario es el del abandono y en la mente de un machista este es menos tolerable si quien lo hace es una mujer.

Bajo la furia enloquecida de un manipulador la cabeza de mi hermana Ana terminó destrozada por los golpes de quien nunca lo hubiera esperado. El cordero se transformó en lobo y en cada golpe que recibía se desgajaban años de manipulación, encierro, destrato, humillación y odio hacia las mujeres. Su asesino disolvió un líquido corrosivo en su cara, tal vez para no contemplar la macabra obra de un rostro destrozado o creyendo que con ello iba a evitar se reconozca el cuerpo. Triste final para quien cometió el pecado de amar al hombre equivocado, amar a quien no lo merecía. Por casi 48 horas se buscaba a una mujer a quien se quiso hacer pasar como “desaparecida” y un auto, en que la habrían llevado, fue encontrado abandonado. Su asesino la llevó en un auto con el rostro cubierto con una bolsa de residuos y la dejo abandonada en un paraje desolado, tirada en una zanja. La buscamos 48 horas hasta que la encontramos. Ana María fue velada a cajón cerrado, nosotros sus familiares pasamos así ese domingo paradójicamente “Día de la Madre” hasta su inhumación, sin la posibilidad de darle un último beso en sus suaves mejillas.

El caso Marta Romero.

Pero como la historia de los muertos se narra en la memoria de los vivos, mientras mi hermana, Ana María Alurralde estuvo desaparecida, su pareja, en su historia personal quedó asociado con un hecho que había ocurrido hacía más de 30 años en la misma ciudad de Santa Fe. Otra mujer, esta vez llamada Marta, había desaparecido hace treinta y un años frente al Hospital Iturraspe, su auto también fue encontrado abandonado y paradójicamente ambas mujeres se encontraban en trámite de separación. Dos mujeres que durante dos momentos de la historia (pasado y presente) estaban desaparecidas, dos autos abandonados y la policía investigando, en ambos casos, la hipótesis de un secuestro o fuga voluntaria. Lo llamativo es que todo giraba siempre alrededor de un mismo hombre que en distintos momentos fue pareja de ambas, extraña coincidencia si es que lo es.

De lo sucedido con Marta Romero, después de 30 años en que se ignora sobre su destino final, tal vez sea difícil la reconstrucción. La Justicia de los hombres estuvo ausente y los malos vientos de la impunidad azotaron la llama que la alimenta. Mi familia sabía y conocía sobre la desaparición de Marta Romero, pero creyó en lo que la pareja de Ana siempre había dicho: “Su desaparición habría sido por un secuestro o quizás por una fuga voluntaria con otro hombre” presentándose su narrador como una víctima más de esa situación ya que Marta “había dejado además” una beba de meses que tenían en común. Cómo no íbamos a creer en el relato de ese hombre si la Justicia en tantos años jamás había puesto en dudas su “inocencia”. Tal vez el esclarecimiento de este hecho anterior pudo haber evitado la muerte de Ana.

La historia que narro en primera persona, deja varias lecciones a saber. Para la sociedad en su conjunto para entender de una buena vez de qué hablamos cuando hablamos de violencia de género. Nadie, absolutamente nadie debe convivir con alguien que no le merezca o sea digno bajo la promesa de que va a cambiar. Nadie puede tener temor a enfrentar la soledad en su hogar o de decir «yo no tengo pareja». La vergüenza por contar lo que nos pasa y el silencio favorecen el accionar de los violentos y les garantiza impunidad. Todos valemos como personas y no debemos caer en manos de manipuladores que poco a poco marcan nuestra propia agenda, dirigen nuestras vidas, forma de pensar y sentimientos. Saber decir basta es un acto de dignidad y valentía frente al primer maltrato que recibamos. Quien nos ama no puede chantajearnos ni patrimonial ni emocionalmente y mucho menos alejarnos de nuestra familia y amigos. Si alguna persona, hombre o mujer, está viviendo una historia similar a las de Ana y Marta ¡¡¡CUIDADO!!! puede ser que la misma se vuelva a repetir.

La carta está firmada por el juez Aldo Mario Alurralde, hermano de Ana María Alurralde, abogado y juez Federal en la ciudad de Reconquista.

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