Pablo Yutronic Gallardo, periodista chileno

El pasaje lo compramos un mes y medio antes. Unos turistas más. Nunca pensamos en el mundial, y menos que Argentina llegaría a la final. Nunca pensamos ser testigos de un hecho histórico como el que vivimos. El destino nos regaló lo impensado. Destino. Suerte. Da lo mismo. Ese 18 de diciembre de 2022 estuvimos ahí. Nos tocó. Caímos. Dos chilenos en Buenos Aires viendo campeón del mundo a Argentina. Una locura.

Aeropuerto de Santiago. “Anulando a Mbappé el partido es nuestro, pá”. El cabro no tenía más de 12 años. “El trabajo de la línea defensiva será clave” le responde su “pá”. Parte de la conversación que pude escuchar –o lo que más me acuerdo– al menos. La fila del check-in era larga, y yo justo detrás de ellos. Tampoco tenía mucho que hacer en ese momento más que esperar y hablar con Joaquín, mi hermano. Los dos en esto. Me parecía curioso sí. Ese primer acento de tantos que iba a escuchar, y que paradójicamente, hacía alusión a la final que se jugaría al día siguiente. ¿El vaticinio de lo que venía? Posiblemente. Me preguntaba “¿Cómo sería la cosa llegando a Buenos Aires?” “¿Con qué nos íbamos a encontrar?”. Protocolo respectivo, y vuelo JA 1003 de Jet Smart listo para despegar. Comenzaba el viaje. 10.45/11 aterrizaríamos allá.

Aeroparque, Buenos Aires. Llegamos. Por la radio y por la televisión, Croacia-Marruecos jugaban por el tercer y cuarto lugar. No me acordaba. Partido irrelevante la verdad. Los argentinos mirándolo de reojos en el aeropuerto. No le daban mucha bola. Inflados ya. No estaban para chicas. Sabían que el plato fuerte era mañana. En fin. Taxi rumbo a Junín 357. Destino Hotel O2. En el trayecto algo me llamó la atención. No sé cuántas veces habré visto la cara de Messi. En cada esquina, en cada poste, en cada señalética, acompañado de arengas tales como: “Vamos a ganar”, “Arriba la Scaloneta”, “Muchachos, a hacer historia”. Pantallas grandes instaladas en los verdes parques de la ciudad. Se respiraba previa. Se respiraba fútbol. Se respiraba la final. Se respiraba algo especial. 13 horas y llegábamos al hotel. Pleno corazón de Buenos Aires. Muy buena ubicación. A metros de Calle Corrientes y a cuadras del Obelisco. Dejamos los bolsos. Una pasadita rápida por el baño y a caminar. A conocer. No había tiempo que perder.

Corrientes y el Obelisco. Bocinazos de los autos. Mucho bocinazo, y no por problemas de tránsito precisamente. Bocinazos con ruido de arengas. Todo era celeste y blanco. Ambiente puro. Casi todos –para no exagerar– con la camiseta del “Seleccionado”. Y ojo ¡todos con la 10 de Messi! Todos. No existe otro jugador que no sea Messi. Todos. Niños, niñas, jóvenes, hombres, mujeres, adolescentes, abuelos. ¡Ah! pero en la adoración pública, Leo no está solo. Alguien lo acompaña. Sí, el Diego ¡Es más! Diego los protege de arriba. Diego los cuida y los ilumina. Eso dicen. Esa es la visión. Tienen dos dioses. Uno terrenal y otro en el cielo. Así lo dicen y reflejan las letras de las canciones que cantan. No por nada, segundos antes que Montiel lanzara el penal de la gloria, el mismísimo Messi miró al cielo y le rezó a Diego: “Por favor, una ayudita más. Vamos Diego, desde el cielo”. Maradona es todo y más. No por nada, en plena avenida 9 de Julio la gigantografía principal le pertenece al “Pelusa”.

Caminando por el lugar, Messi y Maradona los ves en todas las tiendas y quioscos. Lápices, tazas, poleras, gorras, estuches, lo que se te ocurra y más, ahí están Lionel y Diego. Juntos. Los salvadores, referentes y caudillos de un país difícil de entender para todo el que no es argentino. Después de una larga caminata y después de muchas fotos, selfies y videos, nos dio hambre. Hora de almuerzo, pasadito ya. ¿Dónde? Pizzerías “Banchero”. Nos gustó. Lugar amplio, cerrado, rico, familias disfrutando. Yo siempre atento. Mesa de al lado, dos mujeres. 35, 40 años, por ahí. Acompañado de un caballero ya de edad. Viejo. Pelo blanco, ojos verdes. Adivinen lo que estaban hablando.

Bombos y arengazo final. Rica la pizza. La disfrutamos; sobre todo, cuando nos llegó la cuenta. La cagó el país barato para comer, se pasó. Nos fuimos a echar un rato al hotel. Estábamos por el perímetro, así que todo bien. Me acuesto, prendo la tele. Análisis del posible 11 de Scaloni para mañana. Me dormí, estaba muy cansado. Una hora de siesta. Preciso para salir de nuevo. Tarde-noche. Más fresquito. Calle Corrientes y el ambiente era más agitado que a la hora de almuerzo. Ahora gente con bombos. Grupos de hinchas ya por las calles, cantando y arengando. Los bocinazos siempre presentes, y escuchando a cada minuto –literal– el famoso “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”. Canción que no dejé de escuchar durante todos nuestros días allá. Realmente, no sé cuántas veces la habré escuchado. El himno de la esperanza. El himno de la ilusión. Después ya me tenía podrido. Pero había otras como “El que no salta es inglés” o también “Lionel, esta copa te la merecés”. Se respiraba previa. Cualquiera hubiese pensado que el mundial se jugaba en Buenos Aires. Que el estadio de la final quedaba por ahí cerca. Exactamente el mismo ambiente que se da en los alrededores del estadio previo a un partido importante, pero no. Más de 13 kilómetros separan Buenos Aires de Catar. Una cosa poca. 13.278 kilómetros para ser más exactos, pero eso al hincha argentino no le importaba. Parece que el aliento, la arenga y el apoyo no conocen de distancias.

Pero tratamos que no todo sea fútbol. Una utopía la verdad. Vivimos un entre paréntesis cultural, yendo al Teatro San Martín a ver la obra “Bodas de Sangre” de Federico García Lorca. La cagó la sala y la puesta en escena. Tremendo, pero como dije, solo se trató de un entre paréntesis. Salimos del teatro a cuadras del Obelisco. Ya era de noche. ¡Banderazo abajo del Obelisco! Fiesta total. Obelisco iluminado con frases de arenga a la selección “¡Vamos muchachos!”, “¡Se puede!” acompañada con las imágenes de los jugadores del plantel. Fuimos a ver. Miles de personas cantando, gritando y apoyando. Con mi hermano nos dijimos en medio del tumulto: “Acá realmente se juegan algo importante”. Mañana no era cualquier día. La energía era impresionante en las calles. Daba lo mismo los 13 mil kilómetros de distancia. Era imposible que esa energía no les llegara a los jugadores con una ciudad literalmente paralizada y esperanzada. “La cagó la presión que debe cargar Messi en su espalda” le dije a mi hermano. Bueno, en fin. Acostarse al hotel. Ya era tarde. La joda en el Obelisco lejos de terminar, al contrario, se extendería durante toda la noche. Era la última cena. La vigilia de lo que sería un día histórico.

Llegó el día. Minutos antes. “Buenos Aires Grill Parrilladas”, segundo piso, mesa para dos. Reservamos el día anterior. Buena decisión, porque todo estaba colapsado. Pantalla Grande. Transmisión de la TV Pública. Lleno. Primer y segundo piso. De todas maneras, llegamos hora y media antes para que nos vieran y poder cerciorar que teníamos nuestro lugar asegurado. Así fue. Después de eso y más tranquilos, nuestra última vuelta por el Obelisco. La re cagada. Los mismos de la noche anterior y miles más cantando y arengando. Había llegado el día. Jornada para cagarse de calor. Un sol potente. Muchas Quilmes y Schneider dando vueltas. La hierba también decía presente. Gráficos internacionales sacando fotos a los hinchas. La cara de los argentinos desorbitada. Ilusión pura. Esperanza. No sé. Te abrazaban. Ya estaban celebrando. La verdad que todo era una celebración desde el día anterior. Ahora, si el ambiente era así, nos preguntábamos con Joaquín “Si Argentina sale campeón ¿Qué pasaría por la tarde?”. Eso lo íbamos a saber tres horas después. Lo cierto es que se acercaba el mediodía, la hora de la final. Había que volver a “Buenos Aires Grill Parrilladas”.

El partido, el garzón y el baño. Hasta el minuto 80, canchería pura. Todo era celebración. Parrilladas y cervezas iban y venían. Yo con mi milanesa a la napolitana viendo un partido que, hasta ese momento, era plano, y que estaba cocinado para Argentina. No había mayor suspenso. Pero descontó Mbappé y la cosa se puso buena. Un minuto después lo empatan. El mismo Kylian. Golazo. Pocas veces había sentido un silencio más profundo y sepulcral. No lo podían creer. Desolación total. Ver a los argentinos cagados no se ve muy seguido. Fue un momento particular –por llamarlo de alguna manera– sobre todo para quien está ahí como mero espectador. Muchos tapándose la cara con las manos o con sus banderas que llevaron. Otros sentados resignados en las escaleras del restorán. Fin de los 90 reglamentarios. Al alargue. Voy al baño y hay un tipo solo pegándose en la cabeza contra la pared. Fuerte. No me atreví a entrar. Me aguanté. Media vuelta a la mesa.

El tiempo extra se fue al carajo. Tuvo de todo. Los garzones de la parrillada a esa altura habían perdido todo tipo de compostura. Garzones y parrilleros, los mismos cocineros puteando y gritando. Hombres y mujeres. El cabro que estaba al lado de nuestra mesa con su familia, puteando a sus papás. Todo era gritos. El mesero, un gordo bien simpático, que nos atendió durante todo el partido y mostrando amabilidad y templanza, después del minuto 80 se transformó. Desquiciado total. Lo encontré genial. Todos estábamos parados ya. Las sillas ya no existían. El alargue se vio así. La definición a penales lo mismo. Eso sí, impresionante la seguridad y confianza que le tienen al Dibu Martínez. En los penales sentí que lo podían ganar, sobre todo por el ambiente. Y así fue. Gol de Gonzalo Montiel y el mundial era de ellos. Una locura. Muchos arriba de las mesas. Muchos llorando de manera desconsolada. No se trataba de tímidas lágrimas. Llanto intenso, profundo. Consolándose el uno al otro. Un tipo sentado tratando de tomar cerveza, pero no podía llevarse el vaso a su boca. El llanto era más fuerte. Su emoción era más fuerte. ¡No podía! Su familia lo consolaba. ¡Lo logramos la re puta madre! Lo que más se escuchaba. Abrazos, y más abrazos. Una pareja de abuelos me abrazó emocionados. No supe que decirles. Todo pasó muy rápido. Pero bueno, había que seguir, era el momento de “celebrar” en las calles. 

Sentimiento inentendible. La parrillada estaba a cuadras del Obelisco. Salimos del restorán, que por cierto durante el partido bajó las cortinas para que no entrara más gente. En fin. Salimos del lugar. La calle era una cosa de locos. No sé cómo describirlo la verdad. Todos salieron a celebrar. Familias, niños, abuelos, jóvenes, todos. No se trataba de un grupo selecto. Todos son hinchas sin diferencias. No pudimos llegar al Obelisco mismo por la cantidad de gente. Era un mar celeste. No se podía caminar. Donde miraba, lleno, colapsado. Fuegos artificiales. Bombas de humo. Mujeres con sus guaguas en coches. Un padre de familia en sus hombros con su bebé en pañales pintado de celeste y blanco. Sí, el bebé pintado. Un descontrol total, pero sin desmanes, ni cagadas ni violencia. Eso me llamó la atención. Todos eran uno. En un minuto, me vi con mi hermano en un lugar un poco más despejado, y veo una turba de miles de hinchas con los brazos al cielo invocando a Messi. Literalmente. Entonando el característico “¡Messi, Messi, Messi!”. Como si fueran verdaderos peregrinos caminando al santuario, así se veían. Ojos blancos, agradeciendo e invocando a Messi, haciendo los gestos de alabanzas. Impresionante.

No hay que entenderlos. Estuvimos presenciando todo ese espectáculo un par de horas, pero después, tanta pasión y fanatismo, nos agotó. Como futbolero de toda la vida, fue una experiencia inolvidable haber sido testigo de aquello. Pero hay un detalle que no se puede pasar por alto. No somos argentinos. No sentimos ni vibramos como ellos, y siempre será así. Para nosotros es inentendible lo que sienten y su alegría por ser campeones del mundo. Nunca vi tanta euforia y pasión. Nuestro ADN y mentalidad es totalmente diferente. No hay ninguna mejor o peor. Simplemente diferentes. Curioso eso sí, siendo un país vecino. Nosotros podemos decir que “el argentino está cagado de la cabeza, que el argentino está loco” Claro, para nosotros. Tanta pasión nos fatigó. La sangre finalmente siempre tira. No estamos construidos así. “No traten de entenderlo. Argentina. Con lo bueno y con lo malo”, escribió Messi en su cuenta de Instagram días después de bajar la tercera. Y así es. Tal cual. No hay que tratar de entenderlos. O como el taxista que nos trasladó a La Boca el día después de la consagración. Hincha de Racing. Muy simpático. Canchero. “¿Son chilenos?, pero ustedes no entienden nada de esto” nos dijo con una risa irónica. Nos cayó bien. Conversamos todo el camino. Es así, al hincha argentino no hay que tratar de entenderlo. 

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