Por Pedro Cantini
El exfuncionario del Ministerio de Cultura provincial habla de lo sucedido el año pasado, a raíz de sendas denuncias en su contra, y la decisión final en el proceso legal.
Un año atrás, la noche del 18 de diciembre de 2018, escribí mi renuncia al cargo de secretario de Producciones, Industrias y Espacios Culturales que ocupaba en el Ministerio de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe, donde trabajaba desde diciembre de 2007. Desde hacía unos días circulaba en grupos de Whatsapp de la ciudad de Santa Fe un volante anónimo que me calificaba de “hostigador, misógino y violento” y me atribuía un “cúmulo de denuncias por maltrato”. El mismo volante, recargado con una apelación a “compartir para que no vuelva a pasar”, se viralizó en Rosario el mismo 18 y escaló a Twitter. Esa tardecita un periodista santafesino muy allegado a la gestión provincial de entonces pidió mi “separación del cargo”. Al día siguiente un periodista rosarino “confirmaba” la existencia de “una decena de denuncias de violencia de género y violencia laboral” en mi contra.
En aquel momento dije que no sabía de qué se me acusaba y que dejaba la función pública para ejercer mi derecho a defensa, evitar mayores daños a la gestión y la utilización política de mi caso. El 28 de diciembre, último día hábil del año, pude acceder a las denuncias efectivamente presentadas en el Ministerio Público de la Acusación de Rosario. Eran dos. Una por supuesta violencia de género y la otra por supuesta violencia laboral. Transcurrido el receso judicial, el 11 de febrero de 2019, con el patrocinio de la abogada Malena Corvalán y el abogado Bruno Guastella, presenté un escrito pidiendo la desestimación de ambas denuncias por “atípicas, falsas y maliciosas”. Un mes y medio después, el 1º de abril, de esas denuncias no quedaba nada: las dos habían sido desestimadas y archivadas. Las denunciantes podían apelar la desestimación de sus casos ante la Fiscalía Regional y en última instancia ante la Fiscalía General, incluso con patrocinio legal de la Oficina de Asistencia a la Víctima, sin tener que contratar abogados. No lo hicieron. No presentaron ninguna impugnación y siete meses más tarde, en octubre, todo quedó formalmente cerrado.
Sobre la supuesta violencia laboral, la Fiscalía dijo que resultaba imposible encuadrar judicialmente los hechos denunciados, “resultando los mismos atípicos”, y para la supuesta violencia de género que “de las evidencias aportadas, como de los dichos referidos, no surgen elementos serios ni verosímiles”. Más allá de argumentos técnico legales, en mi descargo ante la Justicia aporté abundantes evidencias, documentos, correos electrónicos, mensajería instantánea, capturas de pantalla, declaraciones y testimonios, refutando una por una todas las acusaciones que se me hicieron.
Antes de todo esto, a mediados de 2018, un empleado del Museo de Ciencias Naturales de Santa Fe interpuso un reclamo administrativo en mi contra, que yo mismo pedí derivar a la Fiscalía de Estado para que no quedaran dudas sobre la imparcialidad de la investigación. Un mes antes de mi renuncia esa presentación ya había sido desestimada por la oficina de sumarios de mayor jerarquía de todo el gobierno provincial, con estas palabras: “De lo actuado no surge siquiera un indicio que pueda hacer suponer la comisión de hechos que puedan ser encuadrados en conductas de maltrato laboral”. Sin embargo el cierre formal del expediente, que dependía de la autoridad política de la repartición, no se concretó hasta octubre de este año, once meses más tarde.
Mientras tanto alrededor de esa falsa denuncia se montó el perfil de funcionario violento que me atribuyeron y abonaron en sus declaraciones mis otras dos denunciantes: una ex pareja mía y una íntima amiga suya, que en la Fiscalía se presentaron como “empleadas” aunque en rigor ocupaban cargos políticos, en la Presidencia de la Cámara de Diputados y en el Ministerio de Cultura, respectivamente. A mediados de 2017 mi vínculo con ambas había terminado, por razones personales en el primer caso y por diferencias de criterios en la gestión, en el otro.
Ni hostigamiento, ni maltrato, ni violencia de ningún tipo. Hechos inexistentes, interpretaciones falaces, acusaciones sin consistencia y muy visiblemente articuladas en una misma operación mediática cuya única finalidad fue forzar mi alejamiento de la gestión pública, haciendo uso del sistema penal. Y apelando ante la opinión pública a la violencia de género, sin dudas la herida más profunda por la que ha sangrado, desde siempre, y todavía sangra nuestra cultura.
Al margen: algunas de las palabras más usadas en la difusión de mi caso fueron “abuso” y “acoso”, que en el sistema penal y también en el imaginario social se corresponden con delitos de índole sexual. Palabras que vale aclarar ni siquiera aparecen en las denuncias judiciales que en verdad tuve que enfrentar, como tampoco aparece allí ni la más mínima mención o alusión a hechos de ese tipo.
De buena fe pero también por irresponsabilidad, oportunismo o malicia, fueron incontables los me gusta y compartidos que multiplicaron y expandieron noticias falsas sobre mí. Muy graves fueron sus consecuencias, el enorme daño moral y material recibido, en un contexto en el que una denuncia se convierte por sí misma, sin más mediación que su publicidad, en una condena social e institucional inapelable. Y larguísima fue la espera para poder decir ahora, finalmente, que nada de eso era cierto.